En La Màquia-Azadî Jin, consideramos necesario tratar temas como el fascismo o el antifascismo, que tanto peso han tenido en el estado español y en Catalunya, tanto en la historia pasada como en la presente, para cimentar un análisis de contexto a partir del cual desarrollar nuestra propuesta política. Muchas veces al hablar se generaliza, igualando el fascismo a la extrema derecha, o al antifascismo de calle con el de urnas, como si todo fuera lo mismo. Creemos, que la superficialidad a la hora de analizar estos aspectos, pueden llevar también a una superficialidad de estrategias y tácticas de oposición; y al fascismo, tenemos que atacarlo de raíz. Así pues, empezamos.
Para empezar, creemos importante hablar de la ausencia de perspectiva transfeminista y antirracista dentro de la lucha antifascista. Consideramos que hay una dificultad de superar una lectura clásica de esta lucha. La lectura clásica de la lucha antifascista deja completamente invisibilizadas a ciertas subjetividades que, desde nuestro posicionamiento político, deben ser tenidas en cuenta. Si una lucha está conformada en su mayoría por sujetos blancos, hombres y cis, incapaces de revisar lo que muchas veces son actitudes intrínsecamente reaccionarias, racistas y patriarcales, en la práctica antifascista se reflejarán carencias y esta quedará obsoleta.
Nos encontramos ante un antifascismo militante que ha perdido la capacidad de análisis, que se mide sólo en una presencia en la calle. La presencia en las calles es muy necesaria, pero por sí sola, sin análisis, resulta incapaz de abrazar la diversidad de sujetos. Esto, a su vez, se convierte en una incapacidad de combatir prácticas e ideologías fascistas que permean las realidades de formas más complejas y polifacéticas. Estas prácticas e ideologías forman parte de lo que llamamos «extrema derecha». Se incluyen dentro de este término toda una serie de instancias que declaran rehuir del fascismo clásico pero que, en realidad, también son fascistas (por ejemplo, prácticas donde predomina la supremacía del sujeto heteroblanco hegemónico).
Históricamente, podemos afirmar que los momentos álgidos de la extrema derecha en diferentes contextos socio-históricos se han caracterizado por una serie de factores comunes en sus discursos: una “amenaza que vendrá”, una sensación colectiva de miedo o abandono por parte de la institución y un llamamiento urgente de actuar contra “lo otro” que amenaza toda la “estabilidad” lograda hasta ese momento.
En los últimos veinte años, encontramos varios elementos que han participado en el crecimiento de una sensación colectiva de miedo: el 11 de septiembre del 2001, donde se produce un estallido del mundo occidental neoliberal, que hasta el momento parecía
invencible; la crisis del 2008 y su golpe inesperado en las aspiraciones de seguridad y estabilidad de una clase trabajadora concreta; la denominada “crisis de los refugiados” en el 2015; la reciente crisis del COVID-19 en la que se usa una retórica profundamente militarizada; y, para acabar, la focalización actual en la crisis climática. Estas crisis no atentan sólo a una cuestión material, sino que sirven a la extrema derecha para insertar un profundo “síndrome del abandono” institucional y político. Así como un relato nostálgico de tiempos anteriores donde la estabilidad del “triunfo a través del esfuerzo” (meritocracia) ya no tiene cabida porque no hay un poder estatal que la provea, sino que, por el contrario, permite que lo ajeno, “los otros”, accedan arbitrariamente a una supuesta (y falsa) obtención de derechos.
Ante esta situación, se ensalzan ciertos valores en la sociedad, que ya podíamos observar en el surgimiento del ultranacionalismo a principios del siglo XX: la familia (entendida como un microsistema donde experimentar la “confortabilidad” del orden a través de la jerarquización de roles de género y socio-adquisitivos), la patria (como un compendio intrincado de características nacionales, entre ellas la blanquitud y la profesión de la religión imperante) y la autoridad (que garantiza la permanencia de lo anterior, ya sea por medio de la actuación directa y simbólica ― estado― o actuación delegada ―ejército, policía―).
No obstante, el discurso de la extrema derecha no es inmutable, se modifica de modo camaleónico según el contexto. Como ejemplo de esta habilidad, podemos ver en la actualidad que el genocidio al pueblo palestino por parte de Israel está llamando al posicionamiento del resto de estados-nación y, sin ninguna sorpresa, observamos como los principales aliados del país colonizador están siendo aquellos territorios dirigidos por la extrema derecha. Donde antes había odio y exterminio hacia el pueblo judío, hoy hay hermanamientos que señalan la legítima defensa del pueblo palestino como culpable y las prácticas solidarias internacionalistas como antisemitas.
Volviendo a los factores comunes del discurso de la extrema derecha, se promueve también un llamamiento urgente a actuar para proteger la nación. Aquí es donde ubicamos a multitud de personas fácilmente persuasibles por una explicación simplista de que tienen que defenderse de la amenaza que viene o que ya está aquí. Además de generar la proliferación de bulos absurdos, ampliamente usados por la extrema derecha para difundir su discurso de odio, esto también conlleva otras consecuencias: la “búsqueda del culpable” para la ruptura social y el regreso a la tradición nacional como garante del bienestar.
Un ejemplo de esto podríamos encontrarlo en la consolidación de un movimiento transexcluyente en el estado español, que amenaza la integridad de identidades disidentes. La participación de mujeres (cis) en espacios asamblearios supuestamente feministas y su manifestación transexcluyente es cada vez mayor y se adapta de manera mezquina a espacios propios de la extrema derecha. Ello hace que, con la autodenominación de «las olvidadas», que ahora sería el supuesto borrado de las mujeres, se permitan todo tipo de violencias. Y así surge un nuevo (y viejo) sujeto culpable: las identidades disidentes y un binomio categórico al que regresar: hombre y mujer cis y blancos.
Una vez planteado este breve análisis sobre los discursos de la extrema derecha y sus estrategias en el estado español, queremos recuperar el inicio con el que comenzamos este artículo. Empezamos, hablando sobre un sujeto antifascista clásico del que rehuimos y criticamos, pero a la vez, también queremos poner de manifiesto otra tendencia del amplio abanico de las izquierdas que tampoco nos pertenece. No nos regimos por lo antifa clásico, pero tampoco por lo antifa de las urnas.
Queremos subrayar que no entendemos el antifascismo como una ideología o práctica por sí misma, sino que cuando hablamos de ello, lo estamos haciendo desde el lugar de respuesta, reacción; un anti. Por tanto, ser antifascista no conlleva que todos los sujetos contrarios al fascismo tengamos necesariamente que compartir valores, estrategias o un marco político común. La premisa aglutinadora de una izquierda que comparte una condena a la negación de la existencia de muches, no nos hace considerar que estemos al mismo lado de la barricada. Esta lógica invisibiliza corrientes políticas previamente segmentadas que ahora formarían parte de un pacto no escrito y que, además, si intentan nombrar estas diferencias y posicionarse se convierten en algo así como traidoras del triunfo de la socialdemocracia. Algo que ya se pudo observar en la segunda república y la guerra civil español donde, como reflexionaba Laura Vicente:
[…] la solución era evidente: unidad antifascista para la reconstrucción del estado, de los tribunales, del ejército regular, para el retorno de la propiedad privada y la devolución de los bienes expropiados y así liquidar las empresas y tierras colectivizadas. En definitiva, la liquidación de la revolución y la vuelta a la normalidad ya que no era el momento de la revolución.
La misma retórica que entiende al antifascismo como deber moral de todo ciudadano bueno y justo convierte esta práctica en un contenedor falso que acaba arrinconando prácticas revolucionarias y antiautoritarias hacia la deriva de una
unión reformista. El que una amplia izquierda incite bajo esta ética a ir a las urnas como freno de la extrema derecha, conlleva a la cancelación de un legado del antifascismo combativo y radical en el que sí que creemos para transformar la
sociedad.
Ante este panorama, creemos necesario exponer nuestra propuesta. Al igual que los discursos de odio se expresan tanto en lo material como en lo simbólico, nosotres creemos que nuestras prácticas y discursos requieren de un plano también simbólico con el que defenderse. No necesariamente significando ello una clara hoja de ruta para llegar a una meta, sino una generación de otras posibilidades. Por ello, para nosotres es imprescindible recuperar la idea de la comunidad y de ésta como resistencia, algo así como “islas de comunidad utópica”.
En nuestro hacer político, la forma de poder allanar camino en la creación de estos pensamientos utópicos que contrarresten el imaginario imperante, es construir comunidades de resistencia donde los que estén en valor sean una serie de principios
básicos que nos alejen del miedo. Hace unos meses, una compañera, Paqui Perona (activista gitana) nos explicaba:
[…] En mi cultura, un valor importantísimo es la comunidad. Aunque vivamos en un sistema individualista y neoliberal, encontramos herramientas y maneras de poder continuar manteniendo una vida comunitaria.
Si entendemos la comunidad no sólo como un conjunto de personas que comparten territorio, sino como el hecho de compartir un sentimiento de pertenencia que es decidido y coherente con otres con una serie de valores y un designio de resistencia afines, podemos imaginar una trinchera que ya no es abstracta. Una fortaleza tácita y desafiante que se protege ante cualquier amenaza, tanto terrenal como estructural. Desde ahí, sí que podemos imaginar nuestra utopía, una que contrarreste al odio.
Asimismo, somos conscientes de que, con los discursos de la extrema derecha, al generar una esfera del miedo, se genera una práctica con la que peligra nuestra salud, tanto física, mental, como organizativa. Contra esto, nosotres apostamos por la
autodefensa transfeminista, por hacernos cargo de velar por nuestra integridad: nunca plantearemos una defensa que vaya de la mano o a partir de la institución, ella no nos salva del fascismo porque en sí es una expresión fascista. Creemos en poner al servicio colectivamente una serie de herramientas de violencia defensiva que respondan de manera directa contra todos esos ataques que no son sólo simbólicos sino también materiales. Creemos en la multiplicidad de herramientas y esferas que abarca la autodefensa transfeminista como forma de resistencia antifascista.
En el encuentro entre utopía y autodefensa tenemos que ser capaces de librar batallas que se den tanto en el plano simbólico como en el material. Resolver problemas materiales para poder plantear, juntes, utopías.
Y también, generar imaginarios para que lo material no quede como algo anecdótico.